Françoise
había tenido que regresar a casa por la memoria USB, en ella tenía todo lo
relacionado al proyecto. Pero eso ni siquiera lo recordó hasta después. Repasó
una y otra vez los hechos:
«Buscaba ese dichoso USB y no lo encontraba. No estaba encima del escritorio. Ese loft no tiene muchos lugares en los
cuales buscar. La noche anterior lo había dejado en… ¡Diablos! no lo recuerdo. Y fue entonces que escuché el sonido del
timbre de un teléfono móvil. Casi como acto reflejo me llevé la mano al
bolsillo en el cual solía traerlo. No, el sonido no provenía de mi celular,
aunque era el mismo timbre. Volví a escuchar el mismo sonido, provenía de la
recámara, arriba. Me acuerdo que pensé que no podía ser, si Eduardo no debería
estar en casa, hacía más de una hora que se había ido a la oficina. Me acerqué
al pie de la escalera que daba a la recámara. La puerta estaba cerrada. Comencé
a subir despacio los primeros escalones, algo estaba mal, mi instinto así me lo
decía. Apreté los dientes y llegaron a mi mente tantas terribles ideas. Llegué
al pie de la puerta y fue entonces cuando escuché esa voz desconocida. Recuerdo
que giré muy lentamente el picaporte
tratando de no hacer ruido alguno, pese al caos de pensamientos. Pero fuese
cual fuese la situación decidí enfrentarla abriendo con rapidez la puerta. Aquella
escena me derrumbó. Reclinado sobre el costado de la cama, desnudo, justo
frente a mí, estaba Eduardo, con los ojos cerrados. Tras él estaba ese otro
hombre, erguido, con los brazos posados sobre la espalda de mi marido y lo
penetraba una y otra vez. - Así, no pares… sigue- gimió Eduardo abriendo los ojos en el mismo segundo en el que me vio parada
en la puerta. Yo estaba helada observándole con una mirada incrédula. Me di la
media vuelta y bajé de inmediato la escalera, corrí a la puerta y tras abrirla
fue cuando recordé el rostro de aquel hombre, me lo había presentado Eduardo hace
apenas unos días, durante el coctel de la oficina. Nada tenía ya que decirle y
me importaba un bledo si el otro era hombre o mujer.»
A los pocos días, mientras Françoise cobraba, detrás de la barra de la
caja, a un cliente del bazar de Antigüedades del que eran dueñas ella y su
prima Isabel desde hacía más de diez años, observó a Eduardo, con la nariz
pegada a la vidriera del exterior del bazar. Llovía a cántaros y Eduardo
llevaba puesta la gabardina que le había regalado cuando se conocieron.
Chorreaba agua desde el cabello, tenía las manos en los bolsillos y su imagen
se asemejaba a la de algún menesteroso vagabundo. No sabía cómo reaccionar, prefirió
no verle siquiera, había decidido de inmediato no contestar a sus constantes
llamadas; tampoco regresaría a buscar nada en ese departamento. Optó por actuar
como si no hubiese nadie atrás del cristal, la verdad era que sencillamente no
le conocía. Después de aquel primer encuentro en el Café del centro comercial,
se sucedieron tres meses de fogosas relaciones y encantadoras charlas. Él
sugirió que se mudara a su departamento. Bastaron dos semanas de gran
entendimiento y compatibilidad de muchos gustos para que le diese el anillo y
programaran juntos la boda unos días después. Hoy, ese anillo de bodas estaba
en la casa de empeños, y había ropa nueva en su closet. Además, Isabel le rogó
para que se quedara con ella, en su casa. Le había regresado esa encantadora
sensación de ser una mujer independiente y las únicas decisiones mutuas con
alguien eran las de decidir qué pedir de cena a algún lugar cuando no había la
gana de cocinar en ambas, o sobre las nuevas adquisiciones para el bazar, como
siempre.
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