Caminaba
entre las mesas buscando si alguno de ellos había llegado ya. La cita era más
tarde, de modo que me acomodé en una de las mesas pegada a la ventana que veía
hacia la gran avenida. Cuando giré para pedir algo descubrí a un joven mesero de tez oscura y barba escasa
y rizada a medio salir, seguramente un extranjero tratando de sobrevivir, y tal
vez estudiar en Paris, esperando mi comanda. Le pedí un espresso y él anotó
algo en su libreta, dijo algo que sonó parecido a un “merci”, tras lo cual hizo
una leve reverencia y se dirigió a la barra del café. Hacía ya treinta y cinco
años que nos habíamos reunido por última vez en este mismo café sobre la rue
Riviolí, justo después de terminar el doctorado y a uno o dos días de que,
los que veníamos del extranjero, tomásemos rumbo a nuestros respectivos países.
Pasee la
vista por el lugar, era prácticamente el mismo, salvo por la desaparición de
las máquinas de juegos sobre un costado que ahora estaba cubierto de varias
mesas. Llegó el café. Desenvolví uno de
los terrones de azúcar y lo introduje en la taza, lo revolví y tomé un trago,
estaba ardiendo por lo que continué revolviendo con la cucharilla aquella taza.
Recordé como Marcos había bromeado, justamente esa noche, sobre el tiempo que
tomaba a los trabajadores envolver cada terrón de azúcar en la fábrica. Eso rompió
aquella tristeza en las caras y dio pie a que todos comenzáramos a hacer
comentarios ociosos e irónicos de la vida. Nanuc y Esther se la pasaron largo
rato jugando maquinitas. Marcos, Caroline y Xavier competían en hacer estúpidas
definiciones de conceptos. Anne se acurrucó sobre Joel y se acariciaban
largamente. Pedro, Anne Marie y yo…
Me vino la imagen de Anne Marie, su cuerpo dorado quemado al sol en
aquella playa, la vitalidad y ternura que reflejaban sus ojos cuando me miraba.
La suavidad de su piel, sus aromas antes y después de ponerse aquel perfume. La
ansiedad con la que la esperaba yo cada noche y la mirada de luz cuando ella llegaba
a la posada en la que vivimos ese mes. Aquella voz en tonos bajos, femenina y
sensual; las delicadas formas de desnudarnos el uno al otro… Como odié que
hubiese sido escasamente a un mes de terminar el doctorado cuando ella me
sedujo y se vino a vivir conmigo. Un mes después de recibir su carta en la que
me decía que iría a México, me avisó Caroline que Anne Marie había muerto de
cáncer.
-¡Eh Juan Pedro! No llores que
ya estamos aquí hombre. ¿Cuánto tiempo llevas dando vuelta a ese café, ya has
tirado la mitad en la mesa?
La voz de
Xavier me regresó a esa mesa en el café, tenía lágrimas en los ojos, me las
sequé con la servilleta y me di cuenta de que habían llegado ya. Además de
Xavier estaban, ya sentándose en la mesa, Esther y Nanuc, mientras que Marcos y
Caroline abrían apenas la puerta del café. Caroline me tomó del brazo y me
dijo:
- Todos pensamos en ella Juan Pedro.
Venga, queremos ver tu sonrisa con esos verdes y encantadores ojos.
Y comenzó la deliciosa velada del reencuentro.
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