Sería mediodía y el sol estaba en su cúspide. Pedro
Matías, el mayor de los hijos de Gonzalo Araiza, y su hermano, el pequeño
Chava, lo habían alcanzado casi en el centro de la milpa, los maizales estaban
ya crecidos y asomaba el cuitlacoche en las hojas de algunas mazorcas. Aquello
parecía una jungla casi impenetrable entre las varas de maizales. En su
desesperación por escapar el sargento mayor Gildardo, destacado en el cuartel
de la zona, había tropezado entre las yerbas viejas que habían brotado, cuando
no se las limpia bien antes de la siembra.
El tropiezo del militar había empujado en su caída
varias plantas y se había formado un minúsculo claro entre las varas
aplastadas. Pedro se le acercó por el lado izquierdo, y Salvador por el
derecho, ambos blandían los machetes que, si bien hacían juego con la dureza
del gesto de aquellos campesinos, contrastaban con la blanquecina tela de manta
de sus ropajes.
—Si serás cabrón, pinche sardo —le soltó Pedro,
un hombre moreno de escasos treinta años, con un tupido bigote y los ojos rojos
de ira.
Gildardo estaba lívido y procuraba empujarse con
las botas, aferrándose con las manos a lo que hubiese detrás, el pánico dibujaba
muecas en su semblante.
— ¡No es cierto! ¡Yo no la violé! —dijo con
dificultad ante el temblor de boca y respiración.
—No te hagas, te vieron llevártela, pendejo.
— ¡Agárramelo Chava! Vamos a enseñarle aquí al sargento que con
nuestra familia nadien se mete; además, ya nos deben muchas los sardos que se
la pasan jodiendo a las familias del pueblo.
Chava se le acercó con el machete por delante y le
puso la punta sobre el vientre. El sargento se quedó inmóvil ante el borde del
filo que rasgó la camisa roja que traía ya manchada y hecha girones en los
brazos. Tenía los ojos saltones de pavor y todo él temblaba.
—Tienen que cre…erme, cuando la vi en el suelo
llorando… ya se había ido…el que le hizo eso —la temblorina apenas dejaba
entender sus palabras—. Yo solo la… la quería ayudar… y cuando me agaché… vi que
ella te…nía sangre en el vientre.
— ¿Crees que sea bueno que lo hagamos aquí Pedro? Esta es tierra de los
Maldonado. Ya sabes que don Miguel es mu cabrón. Él y Apá no se llevaban… ¿Y si
nos lo llevamos p´allá —señalando con el índice hacia el frente-, hacia el lote
de Emiliano? El sí nos haría el paro —hizo una breve pausa y añadió—. Puf, éste
ya huele a mierda, a miedo y a miados.
Pedro clavó el machete en el suelo, sacó un cigarro
sin filtro del bolsillo de la guayabera y lo encendió con un cerillo que frotó
contra la funda del machete. Dio una larga bocanada y sacó despacio el humo, se
alisó el bigote con la otra mano, mientras meditaba en las palabras de Chava.
— Ya mátalo, por cobarde.
— A que la chi… ¿Por qué yo?
— Porque yo me estoy fumando mi cigarro.
— Ta güeno pues —y levantó el brazo con el machete,
lo sostuvo unos momentos en vilo, cuando repentinamente se oyeron voces y
risas detrás de ellos, provenían de la milpa, a unos quince o veinte metros de
distancia. Chava se detuvo y bajó el machete. El militar estaba todo trabado,
como en trance; todo él era un temblor, ni siquiera pudo emitir sonido alguno,
mucho menos gritar.
— ¡Ya mátalo te dije!
Y Chava le obedeció, le pegó tres machetazos, uno
en el cuello y dos en el vientre. La sangre brotó. Pedro tomó su machete y se
metió por la milpa detrás del cuerpo sangrante que aún se agitaba por las
heridas. Chava pasó por una de las varas su machete, para limpiarlo de sangre,
y enfiló con rapidez tras los pasos de Pedro.
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