viernes, 28 de noviembre de 2014

El engaño

Françoise había tenido que regresar a casa por la memoria USB, en ella tenía todo lo relacionado al proyecto. Pero eso ni siquiera lo recordó hasta después. Repasó una y otra vez los hechos:
«Buscaba ese dichoso USB y no lo encontraba.  No estaba encima del escritorio.  Ese loft no tiene muchos lugares en los cuales buscar. La noche anterior lo había dejado en…  ¡Diablos! no lo recuerdo.  Y fue entonces que escuché el sonido del timbre de un teléfono móvil. Casi como acto reflejo me llevé la mano al bolsillo en el cual solía traerlo. No, el sonido no provenía de mi celular, aunque era el mismo timbre. Volví a escuchar el mismo sonido, provenía de la recámara, arriba. Me acuerdo que pensé que no podía ser, si Eduardo no debería estar en casa, hacía más de una hora que se había ido a la oficina. Me acerqué al pie de la escalera que daba a la recámara. La puerta estaba cerrada. Comencé a subir despacio los primeros escalones, algo estaba mal, mi instinto así me lo decía. Apreté los dientes y llegaron a mi mente tantas terribles ideas. Llegué al pie de la puerta y fue entonces cuando escuché esa voz desconocida. Recuerdo que giré muy  lentamente el picaporte tratando de no hacer ruido alguno, pese al caos de pensamientos. Pero fuese cual fuese la situación decidí enfrentarla abriendo con rapidez la puerta. Aquella escena me derrumbó. Reclinado sobre el costado de la cama, desnudo, justo frente a mí, estaba Eduardo, con los ojos cerrados. Tras él estaba ese otro hombre, erguido, con los brazos posados sobre la espalda de mi marido y lo penetraba una y otra vez. - Así, no pares… sigue- gimió Eduardo abriendo los ojos en el mismo segundo en el que me vio parada en la puerta. Yo estaba helada observándole con una mirada incrédula. Me di la media vuelta y bajé de inmediato la escalera, corrí a la puerta y tras abrirla fue cuando recordé el rostro de aquel hombre, me lo había presentado Eduardo hace apenas unos días, durante el coctel de la oficina. Nada tenía ya que decirle y me importaba un bledo si el otro era hombre o mujer.»

A los pocos días, mientras Françoise cobraba, detrás de la barra de la caja, a un cliente del bazar de Antigüedades del que eran dueñas ella y su prima Isabel desde hacía más de diez años, observó a Eduardo, con la nariz pegada a la vidriera del exterior del bazar. Llovía a cántaros y Eduardo llevaba puesta la gabardina que le había regalado cuando se conocieron. Chorreaba agua desde el cabello, tenía las manos en los bolsillos y su imagen se asemejaba a la de algún menesteroso vagabundo. No sabía cómo reaccionar, prefirió no verle siquiera, había decidido de inmediato no contestar a sus constantes llamadas; tampoco regresaría a buscar nada en ese departamento. Optó por actuar como si no hubiese nadie atrás del cristal, la verdad era que sencillamente no le conocía. Después de aquel primer encuentro en el Café del centro comercial, se sucedieron tres meses de fogosas relaciones y encantadoras charlas. Él sugirió que se mudara a su departamento. Bastaron dos semanas de gran entendimiento y compatibilidad de muchos gustos para que le diese el anillo y programaran juntos la boda unos días después. Hoy, ese anillo de bodas estaba en la casa de empeños, y había ropa nueva en su closet. Además, Isabel le rogó para que se quedara con ella, en su casa. Le había regresado esa encantadora sensación de ser una mujer independiente y las únicas decisiones mutuas con alguien eran las de decidir qué pedir de cena a algún lugar cuando no había la gana de cocinar en ambas, o sobre las nuevas adquisiciones para el bazar, como siempre. 

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