viernes, 28 de noviembre de 2014

Jugando con los tiempos subjetivos


Caminaba entre las mesas buscando si alguno de ellos había llegado ya. La cita era más tarde, de modo que me acomodé en una de las mesas pegada a la ventana que veía hacia la gran avenida. Cuando giré para pedir algo descubrí  a un joven mesero de tez oscura y barba escasa y rizada a medio salir, seguramente un extranjero tratando de sobrevivir, y tal vez estudiar en Paris, esperando mi comanda. Le pedí un espresso y él anotó algo en su libreta, dijo algo que sonó parecido a un “merci”, tras lo cual hizo una leve reverencia y se dirigió a la barra del café. Hacía ya treinta y cinco años que nos habíamos reunido por última vez en este mismo café sobre  la rue Riviolí, justo después de terminar el doctorado y a uno o dos días de que, los que veníamos del extranjero, tomásemos rumbo a nuestros respectivos países.
Pasee la vista por el lugar, era prácticamente el mismo, salvo por la desaparición de las máquinas de juegos sobre un costado que ahora estaba cubierto de varias mesas. Llegó el café. Desenvolví  uno de los terrones de azúcar y lo introduje en la taza, lo revolví y tomé un trago, estaba ardiendo por lo que continué revolviendo con la cucharilla aquella taza. Recordé como Marcos había bromeado, justamente esa noche, sobre el tiempo que tomaba a los trabajadores envolver cada terrón de azúcar en la fábrica. Eso rompió aquella tristeza en las caras y dio pie a que todos comenzáramos a hacer comentarios ociosos e irónicos de la vida. Nanuc y Esther se la pasaron largo rato jugando maquinitas. Marcos, Caroline y Xavier competían en hacer estúpidas definiciones de conceptos. Anne se acurrucó sobre Joel y se acariciaban largamente. Pedro, Anne Marie y yo…
Me vino la imagen de Anne Marie, su cuerpo dorado quemado al sol en aquella playa, la vitalidad y ternura que reflejaban sus ojos cuando me miraba. La suavidad de su piel, sus aromas antes y después de ponerse aquel perfume. La ansiedad con la que la esperaba yo cada noche y la mirada de luz cuando ella llegaba a la posada en la que vivimos ese mes. Aquella voz en tonos bajos, femenina y sensual; las delicadas formas de desnudarnos el uno al otro… Como odié que hubiese sido escasamente a un mes de terminar el doctorado cuando ella me sedujo y se vino a vivir conmigo. Un mes después de recibir su carta en la que me decía que iría a México, me avisó Caroline que Anne Marie había muerto de cáncer.
  -¡Eh Juan Pedro! No llores que ya estamos aquí hombre. ¿Cuánto tiempo llevas dando vuelta a ese café, ya has tirado la mitad en la mesa?
La voz de Xavier me regresó a esa mesa en el café, tenía lágrimas en los ojos, me las sequé con la servilleta y me di cuenta de que habían llegado ya. Además de Xavier estaban, ya sentándose en la mesa, Esther y Nanuc, mientras que Marcos y Caroline abrían apenas la puerta del café. Caroline me tomó del brazo y me dijo:
- Todos pensamos en ella Juan Pedro. Venga, queremos ver tu sonrisa con esos verdes y encantadores ojos.
Y comenzó la deliciosa velada del reencuentro.

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