martes, 22 de septiembre de 2015
Posible principio del siguiente Tomo de la Novela
Felipe se frotaba la cara en un afán de ordenar las ideas, intentaba imponerse un orden adecuado para acomodarlas en palabras que integrasen a su vez, frases no solo legibles sino comprensibles. Finalmente optó por una redacción y dio rienda suelta a escribir con aquella pluma negra. La noción de la atmósfera que le rodeaba desapareció, bastaba con que la luz que provenía del ventanal cercano fuese suficiente. Su mente se abandonó en aquellas ideas y su mirada se transfiguró sobre las hojas en blanco sobre el escritorio, las que se cubrían gradualmente de ideas expresadas en letras frente a él. Tras unos minutos que bordeaban en lo frenético se detuvo y leyó lo escrito:
"El tiempo y su dimensión terminan siempre por imponerse en la sempiterna realidad. Hoy, ayer... la realidad es un cambio constante, con sus altas y bajas, dulces y amargas, y nosotros cambiamos con ella queramos o no. El reacomodo de la memoria nos convierte en seres distintos, ahora somos, y fuimos, varios otros del que hemos sido en realidad. La percepción nos ha hecho cómplices de un redibujo de nuestra propia imagen, hemos arrancado páginas de las memorias sea porque las entendemos inútiles, incómodas cual pesadas losas, o bien por un afán de representarnos a nosotros mismos como deseamos hacerlo, justificándonos. El tiempo, mi tambaleante tiempo, ha sido largo y no puede estar exento de la trampa de la edición de la historia propia para limar errores. En estas letras he intentado ser honesto al menos con ellas, ignoro si haya tenido éxito en tan aventurado esfuerzo. Ahora tengo la seguridad de que existen no pocos, aunque menguantes en número, individuos congelados en una condición de longeva inapetencia vital semejante a la mía, sin duda de ellos y de los que nos precedieron proviene todo ese auge que pule, esconde y acaricia mediante la imaginación, la fantasía real y llena libreros de mitos históricos, acicalando la imagen de aquello que nos convirtió en un hito y nos dio la mítica forma e intensidad, particularmente cuando aprendemos, unos más otros menos, a dominar lo inconcebible antes de que ello nos domine a nosotros. Somos la imagen del autor en el espejo, aquello en que nos ha convertido nuestro propio Frankenstein.
Ya no tengo esa fuerza en los ojos y la mirada como años atrás. Mi vista se ha nublado y aunque aún puedo ver en la obscuridad, necesito gafas para ver los objetos que se esconden tras una cortina opaca, borrosa, sin un contorno definido. La deformidad, la mancha, se ha tragado a la línea. La luz, que años atrás causaba estragos por su devoradora intensidad en el interior de mis ojos ahora, frente a mi confusa visión de la obscuridad, se ha convertido en una nueva ayuda para dar forma a los claroscuros que definen los objetos.
Reniego del ostracismo en esta silla de ruedas dada la debilidad de mis huesos. Si bien mi piel es aún tersa, mi apariencia es la de un hombre maduro y los músculos responden a los estímulos, no acierto aún a acostumbrarme a esa sensación de experimentar que el tiempo transcurre en trozos de mi anatomía, es terrible este sentir de merma física y mental, desespera saberse joven y viejo a la vez.
Sé bien que no tardarán en encontrarme, saber quién soy en realidad. Tal vez mi vida fue solo un paseo entre múltiples eventos. Sin embargo, aun tras haber visto, vivido o experimentado tantas cosas estoy seguro de que ningún libro salvo, tal vez, este escrito, recogerá mi verdadero nombre."
Volvió a leer lo que acababa de escribir, se detuvo unos momentos, cambió las palabras “Reniego del ostracismo” por “llevo tres meses”. Sin quedar satisfecho rayoneó lo recién escrito y trazó una línea hacia afuera de su formato de escritura para marcar de nuevo ‟Reniego del ostracismo”.
Puso la tapa a la pluma fuente y la depositó sobre el viejo escritorio. No tardaría en aparecer por la puerta de la habitación el doctor Enseñat, discípulo y conocedor de varios de los secretos y descubrimientos de su finado maestro, Rolando Carmona, el que fuera amigo y compañero de Felipe desde su infancia.
“Vendrá a regañarme como es su costumbre —pensó—, hoy le dejaré hablar y marcar su paso sin hacerle caer en contradicciones, de todas maneras sé bien lo que dirá aun cuando pretenda sorprenderme para hacerme agradable el día. Finalmente, con los años, me ha demostrado su aprecio. Además no tengo gana alguna de discutir con él y es agradable que alguien me visite todavía”.
miércoles, 17 de junio de 2015
miércoles, 15 de abril de 2015
De Calambre en calambre
Apenas despertar, tal vez por el
frío de las losetas al bajar de la cama, el pie derecho de René se acalambró,
los cinco dedos sufrían un encorvamiento hacia adentro y estaban absolutamente
rígidos. Como solía padecer de calambres en temporada de frío no fue algo tan
imprevisto, si bien nunca había sucedido con los cinco dedos en forma
simultánea. Comenzó a frotar la parte superior del empeine que era normalmente
el punto en donde se encuentran los nervios y el paso principal de las venas.
En esta ocasión fue muy lenta la recuperación, frotaba con la punta del dedo
pulgar de la mano en forma circular en la zona, la presión que ejercía era
firme pero sin poner demasiada fuerza. Finalmente fueron cediendo los tendones
y los dedos comenzaron a relajarse. El dolor se reproducía en parte en la zona
interna de la pantorrilla, por lo que procuró distender con ambas manos los
músculos de la misma. Si bien todo parecía relativamente normal ahora había una
secuela de un dolor ligero al interior de la parte inferior de la pierna.
René
se aventuró a intentar erguirse a un costado de la cama. Por unos momentos
parecía que regresaba el calambre y uno de los dedos del pie comenzó a
tensarse. Como estaba ya de pie optó por poner encima de los dedos la planta
del pie izquierdo, para sobar y ejercer peso sobre esa zona. Respiraba hondo,
inflando los cachetes y sacando despacio el aire, ignoraba si eso servía pero
era como un acto reflejo.
Notó que la frente sudaba en
frío, algún mecanismo interno del cuerpo aunado al temor que trajo consigo el
calambre inicial habían provocado ese sudor, y lo más probable era que también
hubiese palidecido la cara. Cómo ratificarlo si el espejo más próximo estaba a
varios metros. El teléfono de la sala sonó varias veces. Dejó que sonara, prefería
evitar moverse hasta la sala y provocar el regreso del calambre. Plantó ambos
pies sobre la loseta, flexionó varias veces las rodillas para forzar los
músculos de los dedos de ambos pies, todo iba bien, no había dolor ni la
sensación de calambre alguno.
Observó el reloj en la pared
enfrente de la cama, tenía tan solo escasos quince minutos para vestirse y
salir rumbo a la oficina. Dio varios pasos y tan solo había ese leve dolorcillo
que deja tras de sí una sorpresiva tensión o inflamación repentina en músculo o
tendón. No tenía tiempo ya para un baño, de manera que comenzó a vestirse con
velocidad, todo iba bien hasta el momento de amarrarse los zapatos. Sintió la
llegada muy gradual de algún musculo que se tensaba. Apoyó el pie, con todo y
zapato sobre el piso y volvió a hacer genuflexiones con ambas piernas.
Había
logrado detener la sensación. Volvió a respirar hondo inflando los cachetes y
soltando despacio el aire. Hubo algo de relajación de los nervios, los cuales comenzaban
a dar latigazos con la prisa, el tiempo que ya había transcurrido, cada segundo
parecía escaparse, sin poder asirse a ellos. Meditó por unos momentos, sería
ilógico aventurarse en manejar el automóvil. Un regreso de ese tipo de calambre
podía resultar complicado para controlar el vehículo. Tendría que tomar el
microbús, afortunadamente pasaban constantemente justo afuera de la casa, y esa
ruta lo llevaba directamente a la oficina.
«¡Carajo,
por qué razón soy tan necio en seguir fumando y comiendo carnes casi crudas, y
de cerdo además! Aun sabiendo que mis niveles de colesterol son altos, idiota,
necio, estúpido» —Pensó
René en tanto se aproximaba a la parada de autobús.
En esos malos tratos y
auto-flagelos estaba cuando se abrió la puerta del microbús. No menos de cinco
o seis personas se agolparon para intentar subir ya que la Combi volkswagen del
año del caldo se veía medio llena. Como estaba al frente cuando llegó, se
sintió empujado hacia adentro de la vagoneta. No había asiento alguno libre,
sin embargo un joven que intuyó algo en los gestos del rostro de René se
levantó y le cedió el asiento. Se acomodó lo mejor posible y le hizo un gesto
de agradecimiento al joven con la mano. La Combi reinició su marcha y todo
parecía ir sobre ruedas. No fue sino a escasas dos calles del edificio de la
oficina, cuando la vagoneta hizo un giro imprevisto que obligó a un brusco
movimiento de los pasajeros lo que detonó un nuevo calambre, esta vez justo en
la planta del pie. El arco del pie se puso rígido y el dolor crecía y subía por
la pierna. René pidió ayuda a las personas que estaban más cercanas para ponerse
en pie y poder lidiar con el dolor. El mismo chico que le había cedido el
asiento le ayudo a ponerse de pie. La vagoneta se acercaba al edificio donde
estaban las oficinas.
—En la siguiente esquina por
favor.-Le solicitó al chofer.
Se abrió la puerta al llegar a la
esquina y el joven, adivinando el dolor en el rostro de René, bajó antes que él
y le ayudó a descender despacio. Nadie chistó siquiera, entendían que René
tenía problemas con su pierna en esos momentos. Una vez que estuvo parado
afuera del vehículo, el mismo joven se ofreció para ayudarle a llegar a su
oficina, a lo que René se negó. Le agradeció y le vio subir de nuevo a la
vagoneta.
La entrada al edificio quedaba a
escasos veinte metros de donde estaba parado. Junto a él había una banca en la
caseta del paradero de autobuses. El dolor no había desaparecido si bien había
menguado. Optó por sentarse en la banca mientras lidiaba con el calambre. Se
quitó el zapato y comenzó a sobarse la planta del pie, la cual estaba
exageradamente sensible. Tomó del bolsillo de la camisa su teléfono móvil y
marcó un número.
—Buen día, está usted hablando a laboratorios
Sensagen, ¿en qué puedo servirle?
—Anita, soy René, ¿Podrías pedirle a Helena si puede bajar
a ayudarme para subir a la oficina?, me duele mucho una pierna. Estoy sentado
en la banca de los autobuses.
—¡Claro licenciado! Ahora mismo le digo.
Un par de minutos y una sobredosis de masajes
después, se apareció Helena:
—Licenciado, ¿qué le sucedió?
—Llevo ya un buen rato con un calambre en el pie. ¿Me
ayudarías a subir?
—¿Lleva mucho con eso?
—Más que lo suficiente para hacer del calambre un
amigo. Por favor ayúdame.
—Mmm… no le aconsejo que se presente ahora allá arriba.
Están los auditores de Impuestos y llegaron con la espada desenvainada. Le hablé
a su casa pero al parecer ya no estaba…
René se llevó la palma de la mano a la cara; el estómago se había
encogido y un sabor ácido subía por el esófago. “¡Menudo día!”
domingo, 29 de marzo de 2015
Convencido...
PRIMERA PARTE
Nos encontrábamos en la recámara, tumbados en la
cama viendo televisión. Solíamos aprovechar el sábado para ver las repeticiones
de las series televisivas que nos gustaban y comenzaban a las diez de la noche.
Kevin Spacey, en su rol de presidente de los
Estados Unidos está a punto de orinar sobre la tumba de su padre en el
cementerio...
De pronto escuchamos el timbre de la puerta de
entrada al departamento seguido, segundos después, de golpes suaves y
espaciados de nudillos sobre la puerta. Ema y yo nos miramos a los ojos.
Ninguno quería perder la secuencia de lo que sucedería en ese episodio. La
mirada de Ema se volvió suplicante, me susurró «Alec,
ve tu». Así que me
levanté para ir a ver quién tocaba a la puerta.
Observé por la mirilla de la puerta y pude ver a un hombre, con
pants negros, cabello largo y rizado bajo el cuello; tenía gafas de grandes
aros y miraba despreocupadamente al suelo.
—¿Quién toca?
—¿Es suyo el Automóvil Honda con placas de California?
—Así es ¿Puedo saber quién es usted?
—Mi
Nombre es Tierry Aleixandre, vengo a devolverle algo que olvidó hace un par de
días en el bar Tatum´s. —Metió la mano en el bolsillo de su sudadera, extrajo
un teléfono móvil y lo colocó cerca del visillo. “Es exactamente igual al mío”,
pensó Alec.
Abrí la puerta y le invité a pasar. No entiendo por
qué pero su cara tenía un extraño aire familiar, rostro un tanto duro, tal vez
semejante a Mickey Rourke. Sus ojos ahora le parecían infinitos, profundos,
pupila negra dilatada. Alec le sugirió pasaran a sentarse junto al bar, y se
sorprendió a sí mismo con ese gesto.
El extraño se quitó los grandes lentes y se sentó,
plácido, en uno de los bancos altos del bar. Lo observé, su cara tenía la piel
de un adulto mayor, quebrada en decenas de pequeñas arrugas, quemada por el
tiempo, cuerpo robusto. Si, quizás como Mickey Rourke...
Le pedí el móvil y apenas me lo entregó pude
ratificar que sí era el mío, tenía la muesca en una esquina debida a una caída
semanas atrás. Lo encendí, tenía todos los datos de siempre. El único problema
es que mi móvil estaba hace apenas unos minutos sobre la cómoda de la recámara.
—Permítame un minuto, voy a revisar algo —Dije con
aire de autoridad y me dirigí a la recámara. La cama estaba tendida, no estaba
Ema ni el teléfono sobre la cómoda. El estómago se me hizo nudos y regresé a la
sala. Allí seguía estando aquel extraño cuyo rostro me era familiar.
SEGUNDA PARTE
—Me permití recoger
su móvil después del incidente —comentó en una voz pausada y relajada.
—¿A
qué incidente se refiere? —Por la mente de Alec pasaron vertiginosamente las
imágenes y recuerdos de dos noches atrás, en el bar Tatum´s: un lugar conocido,
una agradable costumbre. El lugar solía estar lleno de humo de tabacos. Esa
noche estaban sentados frente a la amplia y larga barra en la que Alec y sus
amigos tomaban una y otra copas del acostumbrado whisky. Recordó la charla
sobre las mujeres que asistían al bar, el juego de adivinar sus vidas tan solo
con observar sus gestos, su lenguaje corporal, sus miradas. Antes de las once
Mike había ya pagado la cuenta, tras lo cual se dirigieron a la pequeña
estancia de recepción del bar para salir al estacionamiento del lugar. Alec
consultaba su móvil para saber si tenía
mensajes mientras que Mike y Jeff bromeaban sobre las torneadas piernas de la
recepcionista… ahí acababan los recuerdos.
Trató de forzar su mente, de presionarse para saber
y recordar algo más.
—Ya llegó al momento exacto —susurró aquél extraño visitante con una
cara conocida—, ahora es tiempo de ver el video, enciéndalo.
TERCERA PARTE
Alec le miró, esas palabras le
dejaron atónito. Regresó la vista al móvil que sostenía en la mano. Buscó
nerviosamente en la aplicación de videos tomados. La más reciente tenía un
título largo, ininteligible, como solían quedar cuando no se añadía un nuevo
título.
Pulsó en reproducir. La imagen que apareció primero
era la de su propia cara mencionando lo idiota que Jeff se había comportado en
esa ocasión. Acto seguido se levantaron de la barra del bar, Alec parecía no
saber que había seguido grabando con el móvil, los movimientos eran caóticos,
las charlas superfluas hasta que se centraron en la imagen de la recepcionista
del bar y hubo un perfecto zoom hacia las piernas de aquella mujer. Escuchó las
sabrosamente cochinas bromas sobre lo bien torneadas que tenía las piernas; un
último zoom a la cara de aquella chica, su mirada de coquetería. Y de nuevo el
caos de movimientos, sonidos de despedidas, Mike habla sobre su mujer unas
palabras que no se alcanzan a oír claramente. La imagen campaneante del suelo
del estacionamiento, un alto en el trayecto, una voz masculina, ronca, que le
amenaza, los zapatos de aquel extraño, un giro del móvil, lentamente sube la
imagen hacia la cara del individuo y se para la imagen abruptamente con el
sonido de un disparo; el móvil cae al suelo… y se apaga.
Alec, aterrorizado, levanta la mirada del teléfono hasta la cara de
aquel hombre: «Es usted»
Aquel
extraño de cara conocida tan solo sonríe.
—Esto no es factible,
debo estar soñando, arriba en mi cama. —Refutó Alec.
El
extraño se encogió de hombros y dijo:
—Te
maté, pero tú no quieres darte cuenta.
Segundos después, se abrió la puerta del departamento y entraron por
ella Ema y su hermana Virginia, ambas vestidas de negro cubiertas con mantillas
negras y gafas obscuras. Apenas entrar, Ema vio a su alrededor y se rompió en
un mar de lágrimas.
Alec ya no la podía ver, se había convencido de estar muerto.
* * *
sábado, 7 de febrero de 2015
Vámonos de aquí...
“VÁMONOS DE AQUÍ”
Antonio tenía la opción de seguir esperando a
Sonia, sentado en la mesa de siempre dentro de aquél café, o bien retirarse y
dar por terminado todo. Se había vestido con el traje y zapatos que ella le
regaló semanas atrás. Tenía que reconocer que Sonia tenía un buen gusto para
escogerle ropa. Hoy se había acicalado con más cuidado, quería que ella le
viese con muchos detalles que los unían, incluso usaba esa loción cuyo aroma no
era de su agrado pero que a ella le parecía sumamente sensual.
Una taza de café, llenada ya más de tres veces, era
un testigo mudo de algo que se desvanecía a cada momento. Aquellos ojos pardos de
viva mirada, se habían tornado opacos y frenaban la salida de lágrimas
retenidas. Los ordenados cabellos habían cedido a los crispados dedos que
pasaban sobre ellos repetidamente, buscando una calma que se extinguía al paso de
cada instante. Los argumentos pensados ayer y cuidadosamente armados un rato
antes se desbarataban en rincones extraños y se convertían en frases recortadas
sin mayor sentido. Observó su reloj, las cinco menos cuarto, cuarenta minutos
de retraso, nada, ni siquiera un mensaje por el móvil.
Una idea comenzó a merodear ¿Acaso no puedo vivir cosas que sean realmente
extraordinarias, fuera de lo común, de ésta monótona vida diaria?, ¿tengo que
contentarme con lo que hay, una vida sin emociones? ¿Con una mujer que odia
salir de su rutina? Comenzaron a caer gotas sobre la calle, las personas
apretaban el paso abrochándose las chamarras y gabardinas y varios comensales
del café se levantaban para emprender la salida, por la amenaza de una fuerte lluvia.
El mundo se obscureció con la llegada de nubarrones negros acompañados de
fuerte viento que acosaba peinados y faldas y obligaba a subir solapas. Antonio
veía hacia la calle, sus pensamientos se evadían, se convertían en furtivos
destellos que necesitaban negarse a sí mismos. ¿Podría haberle sucedido algo a
Sonia?, se preguntó por tercera vez. Los peatones habían desaparecido de la
calle sobre la que circulaban despacio numerosos automóviles desafiados por una
torrencial lluvia. Ni hablar de salirse a la calle ahora, además no había
prisa, había avisado a la oficina que no llegaría hasta el día siguiente. La
cortina de agua sobre la calle capturó su mente en el sonido constante y yacía un vacío, odio a la
idea de volver a estar solo de nuevo.
-¿Gusta
otra taza de café?
Aquella voz áspera le regresó al lugar en que se
encontraba. El mesero, un hombre mayor, regordete, con el cabello plateado y
enfundado en un uniforme en blanco y negro esperaba su respuesta. Miró la taza
semivacía y asintió con la cabeza. En ese momento se percató de la mirada
imprecisa de aquella mujer a dos mesas de la suya. Entrecruzaron miradas, ella
estaba sentada sola, llevaba un vestido gris, un par de largas botas negras con
las piernas entrecruzadas a la vista, fuera del mantel de la mesa; sus rasgos
faciales eran finos, estaría en su cuarta década, los ojos grandes y de un
color grisáceo, notorio, y se adivinaba un maquillaje cuidadoso si bien
humedecido. La gabardina beige colgada sobre la silla de junto goteaba aún. El
cabello corto de tonos obscuros, ese sí, había perdido el peinado original.
Ella giró la cabeza y sacó un cigarrillo de la cajetilla sobre la mesa, lo
encendió y dio una honda bocanada regresando a esa extraña mirada hacia Antonio,
e hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza.
Antonio apenas se debatió con la pregunta de si
valía la pena sostener la mirada a aquella mujer, no estaba de humor para
intentar siquiera traducir la mirada o el gesto, tampoco de regresar a la razón
por la cual se encontraba él en aquel lugar. Bebió un sorbo del café recién
traído y peinó con la vista el sitio, ¿qué coños estoy haciendo aquí? Se sorprendió
de que los recuerdos con Sonia en aquel lugar hubiesen desaparecido. No quedaba
brizna alguna en imágenes que le arrancase algún sentimiento. Antonio se quedó
mirando la puerta a la calle como un último intento de hacer que apareciese
Sonia cruzando esa puerta de cristal. La lluvia era ya escasa. Nada.
Levantó la mano buscando al mesero para pedir la
cuenta, volteó la cabeza y quedó sorprendido de ver que aquella mujer se había
sentado ya en la silla contigua, en su mesa. Incluso tenía la gabardina húmeda
sobre las rodillas y le veía extrañada, o así tradujo la extraña mirada que
ahora le dirigía ella… Antonio no pudo contener la sonrisa franca que se le
dibujó en los labios, «Vámonos de aquí».
***
Llevaban más
de dos horas caminando, cuando llegó el atardecer. Ella apenas hablaba sus
respuestas eran cortas, si acaso un par de palabras al punto. Sin embargo
Antonio la provocaba para escuchar esa voz sensual, la acosaba, sereno con
preguntas que formulaba cuidadosamente:
-
¿Desde ese momento supiste que tenías cáncer? -
Ella asintió con un gesto.
Buscaba piezas de ese rompecabezas que mediante
gestos y escasas palabras lograba sacar de ella. Sabía ya su nombre, “Sirenia”,
así como algo de su difícil vida habiendo quedado huérfana desde la niñez y
tras la muerte de su abuela haber pasado años en un orfanato. No tenía familia
alguna. No entendía aún en qué trabajaba, había mencionado una agencia de
modelos pero nada muy concreto. También mencionó haber ido, días atrás, a
hacerse análisis y las palabras tumor y ganglios. Y se tocaba el cuello dando a
entender que era ahí donde se encontraba algo, ese algo que evitaba que ella
pudiese hablar con fluidez. Antonio se había ofrecido a acompañarla a donde
ella quisiera ir, de modo que era ella quien marcaba la dirección de aquel
largo paseo. Él había resumido su vida, procuró poner humor en los eventos que
narraba intentando con ello sacarle con éxito esas sonrisas en los ojos y
labios que lo tenían fascinado, al igual que el tono de voz de aquella
misteriosa mujer, esa voz le recordaba la de alguna de aquellas mujeres famosas
de las películas de su juventud, sin embargo no acertaba a identificar cuál de
ellas tenía una voz semejante.
Ella se detuvo, sacó un manojo de llaves del
bolsillo de la gabardina y le indicó con el índice el segundo piso, habían
llegado a su casa, un pequeño edificio de tres pisos. Hizo un gesto con ambos
brazos invitándole a subir. Antonio asintió, quería saber más de aquella mujer.
Toda ella tenía un carisma que le resultaba sumamente intrigante, atractivo.
El departamento era ciertamente práctico, un
recibidor amplio con cómodos sillones de piel alrededor de una mesa de cristal;
plantas y algún librero, cuadros al óleo sobre una pared de corcho color
tierra, con un amplio ventanal a la calle. El lugar era cálido y de buen gusto,
conectado con una barra a una cocineta integral muy bien organizada junto a la
cual había una puerta entreabierta tras la cual se divisaba una amplia habitación
que debía tener un baño anexo.
Ella le ofreció una copa de vino y ambos se
sentaron en uno de aquellos cómodos sofás. Antonio le expreso su agrado por el
buen gusto que denotaba aquél lugar. Ella depositó su copa sobre la mesa, se
puso en cuclillas sobre el sofá y atrajo con suavidad la cara de Antonio
estampando sus labios sobre los de Antonio. Comenzó así el anochecer, Antonio
sintió la paulatina relajación en todo el cuerpo, se dejó ir y experimentó una
gama enorme de sensaciones mientras Sirenia le desembarazaba de la ropa y
realizaba extrañas caricias en cada palmo de su piel, no hubo espacio que no
tocaran aquellas manos en las que adivinaba alguna crema o pomada. Acto seguido
ella se quitó la ropa con prisa y pudo advertir, o sería mejor decir, que pudo
admirar un cuerpo espectacular. Ella volvió a llenar las copas y acercó una de
ellas a los labios de Antonio, derramando su contenido por todo el cuerpo de
aquel hombre cuya piel comenzaba a hormiguear y cuyo sentido de la vista se
perdía en un vértigo de gradual obscuridad, no así las sensaciones
arrebatadoras de aquellas curiosas y extrañas caricias sobre todo su cuerpo. Sirenia
se montó sobre el cuerpo de Antonio e introdujo el miembro erecto en la vagina,
eso disparó la mente de Antonio que jugaba con él, una brutal gama de imágenes
extrañas surgieron de la nada, dragones, valles que sobrevolaba sin cuerpo
alguno, cuevas en las que se introducía con velocidad y llevaban a confines
extraños, paisajes de bóvedas de cielos violáceos, mares obscuros en la
lejanía; dragones que le acompañaban en ese vuelo incorpóreo. Pasaba de un
calor infernal al frío, la piel y el vientre se convulsionaban con latigazos de
energía. Seres de luz en reunión bajo los bosques de árboles con follajes
naranjas y rojos, paisajes inconcebibles, ciudades, pueblos y valles bajo y sobre
su cabeza…
* * *
Abrió los ojos, el corazón le latía con velocidad.
Estaba tumbado en el sillón del recibidor, desnudo. Se sentía apaleado. Respiró
profundo y regresaba a un estado digamos normal. Se incorporó y entendió que
estaba solo en aquel lugar. Recogió su trusa y pantalón y comenzó a vestirse.
Trató de recordar cómo había llegado allí, repasó cada detalle, la imagen de
Sirenia, desnuda le provocó de nuevo una excitación. ¿Qué diablos contenía ese
vino? Su mente se estabilizaba, entendía bien dónde se encontraba. Recogió del
suelo su camisa y un objeto llamó su atención, había un papel con algo escrito
sobre la mesa de cristal. Lo tomó y comenzó a leerlo:
«Antonio, o Luwe, que es tu verdadero nombre.
Quiero disculparme contigo por varias cosas. Me explico: primero que nada te
pido perdón por haber escuchado en forma deliberada tus pensamientos en aquel
café, lo confieso lo hice a propósito, pero tenía que saber si estabas bien con
esa nueva vida que tenías en el mundo humano. Tu mente me dijo que no era así.
Tú no sabes, por haber elegido irte a ese lugar en el que deseabas tener una
vida tranquila, distinta en tantas cosas al que vivías con nosotros, quien eres
en realidad. No lo recuerdas, porque eso es parte de las reglas para abandonar
este otro espacio. Ahora te sentí triste, desesperanzado, sin algo que diese un
sentido a tu existencia. Te confieso que me alegra haber hecho lo que hice
anoche. Te he extrañado tanto. Te ofrezco que puedas regresar con nosotros,
conmigo. Y sí, aquí hay tantas convulsiones que la vida está muy lejos de ser
tranquila, estamos siempre defendiendo nuestros espacios de las agresiones de
otros seres. Si así lo decides basta que vayas a la recámara y te pares frente
al espejo que hay en la pared, cierres los ojos y los abras después de unos
segundos, entonces veras este sitio de nuevo. Atraviesa el espejo, yo te
esperaré, si decides regresar, en el pequeño bosque bajo la colina azul, en
nuestro lugar de siempre. Te amo, Sirenia.»
* * *
-¿Es una broma? ¡Otro
mundo! No sé qué me habrá dado esa mujer en la bebida, pero esto es ridículo
-se dijo a sí mismo. Entró a la cocina, puso a calentar agua, buscó algo de
café, azúcar y esperó a que se calentase el agua lo suficiente. Su mente
volaba, sería acaso posible que sea real todo eso, no lo creo. Anoche aluciné,
no cabe duda, ¿será? Comenzó el hervor del agua, buscó una taza, se hizo un
café, le dio un sorbo revitalizador… ¿Será?
Abrió la puerta de
la recámara, no había muebles, no había tampoco entrada alguna a un baño. Que
extraño, una casa sin baño. Vio el espejo colgado del muro adyacente a la
entrada, frente a la ventana. Caminó unos pasos hasta encontrarse frente a él.
Nada raro sucedía, tomó un nuevo sorbo de café, el vapor que salía de la taza
hizo que cerrase los ojos mientras bebía. Los abrió de nuevo, se vio a sí mismo
solo que detrás de él había un valle, bosques y montañas, como en una película
de ficción, una escena de un paisaje encantador. Le entró la duda, ¿que vería
si miraba detrás de él? Lo abrazó el temor, pero decidió hacerlo, girar la
cabeza… la ventana y afuera la ciudad de Buenos Aires. Volvió a ver el espejo,
seguía estando allí ese paisaje de cuento de hadas. ¿Qué hacer? Acercó la mano
a la superficie del espejo y ésta lo atravesó. Respiró hondo y se dijo «Vámonos
de aquí» mientras atravesaba con todo el cuerpo el espejo...
domingo, 1 de febrero de 2015
Diálogo muy breve...
Sería mediodía y el sol estaba en su cúspide. Pedro
Matías, el mayor de los hijos de Gonzalo Araiza, y su hermano, el pequeño
Chava, lo habían alcanzado casi en el centro de la milpa, los maizales estaban
ya crecidos y asomaba el cuitlacoche en las hojas de algunas mazorcas. Aquello
parecía una jungla casi impenetrable entre las varas de maizales. En su
desesperación por escapar el sargento mayor Gildardo, destacado en el cuartel
de la zona, había tropezado entre las yerbas viejas que habían brotado, cuando
no se las limpia bien antes de la siembra.
El tropiezo del militar había empujado en su caída
varias plantas y se había formado un minúsculo claro entre las varas
aplastadas. Pedro se le acercó por el lado izquierdo, y Salvador por el
derecho, ambos blandían los machetes que, si bien hacían juego con la dureza
del gesto de aquellos campesinos, contrastaban con la blanquecina tela de manta
de sus ropajes.
—Si serás cabrón, pinche sardo —le soltó Pedro,
un hombre moreno de escasos treinta años, con un tupido bigote y los ojos rojos
de ira.
Gildardo estaba lívido y procuraba empujarse con
las botas, aferrándose con las manos a lo que hubiese detrás, el pánico dibujaba
muecas en su semblante.
— ¡No es cierto! ¡Yo no la violé! —dijo con
dificultad ante el temblor de boca y respiración.
—No te hagas, te vieron llevártela, pendejo.
— ¡Agárramelo Chava! Vamos a enseñarle aquí al sargento que con
nuestra familia nadien se mete; además, ya nos deben muchas los sardos que se
la pasan jodiendo a las familias del pueblo.
Chava se le acercó con el machete por delante y le
puso la punta sobre el vientre. El sargento se quedó inmóvil ante el borde del
filo que rasgó la camisa roja que traía ya manchada y hecha girones en los
brazos. Tenía los ojos saltones de pavor y todo él temblaba.
—Tienen que cre…erme, cuando la vi en el suelo
llorando… ya se había ido…el que le hizo eso —la temblorina apenas dejaba
entender sus palabras—. Yo solo la… la quería ayudar… y cuando me agaché… vi que
ella te…nía sangre en el vientre.
— ¿Crees que sea bueno que lo hagamos aquí Pedro? Esta es tierra de los
Maldonado. Ya sabes que don Miguel es mu cabrón. Él y Apá no se llevaban… ¿Y si
nos lo llevamos p´allá —señalando con el índice hacia el frente-, hacia el lote
de Emiliano? El sí nos haría el paro —hizo una breve pausa y añadió—. Puf, éste
ya huele a mierda, a miedo y a miados.
Pedro clavó el machete en el suelo, sacó un cigarro
sin filtro del bolsillo de la guayabera y lo encendió con un cerillo que frotó
contra la funda del machete. Dio una larga bocanada y sacó despacio el humo, se
alisó el bigote con la otra mano, mientras meditaba en las palabras de Chava.
— Ya mátalo, por cobarde.
— A que la chi… ¿Por qué yo?
— Porque yo me estoy fumando mi cigarro.
— Ta güeno pues —y levantó el brazo con el machete,
lo sostuvo unos momentos en vilo, cuando repentinamente se oyeron voces y
risas detrás de ellos, provenían de la milpa, a unos quince o veinte metros de
distancia. Chava se detuvo y bajó el machete. El militar estaba todo trabado,
como en trance; todo él era un temblor, ni siquiera pudo emitir sonido alguno,
mucho menos gritar.
— ¡Ya mátalo te dije!
Y Chava le obedeció, le pegó tres machetazos, uno
en el cuello y dos en el vientre. La sangre brotó. Pedro tomó su machete y se
metió por la milpa detrás del cuerpo sangrante que aún se agitaba por las
heridas. Chava pasó por una de las varas su machete, para limpiarlo de sangre,
y enfiló con rapidez tras los pasos de Pedro.
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